A ti señor de tierra y nieve
Volcán
que a través del tiempo has plasmado tu inmortal figura en la memoria de todos
los que vivimos a tu alrededor. Has sido testigo de muchas batallas en
diferentes épocas. Los pueblos prehispánicos te han venerado e idolatrado, te
consideraban un dios y su protector, algunos se consideraban descendientes de
tí, su dócil respeto siempre te lo dieron, incluso te ofrecieron sacrificios
humanos que eran prueba de la divinidad que para ellos significabas. Cuando
llegaron los hombres blancos y barbados, provenientes de tierras del otro lado
del mar, se maravillaron al ver por primara vez tu imponente figura y la de tu
amada, la mujer dormida.
A la
llegada de aquellos extranjeros que vestían
con ropas de metal y montaban unas bestias enormes que tú pueblo nunca había
visto, y por lo tanto creían que eran unos monstruos salidos del inframundo.
Ellos cometieron un grave error al
considerarlos deidades antiguas, confundieron a Hernán Cortez, el líder de esos
hombres, con la más sagrada de sus deidades como lo fue Quetzalcóatl, la
serpiente emplumada, tantos años esperaron su regreso, pero en realidad nunca
regreso. Y sólo venían a conquistar tus tierras y a someter
a tus pueblos. Quizás tú fuiste cómplice de que tus hijos de sangre indígena
pura, desaparecieran a causa del fuego de los mortales cañones, disparos de
sus armas de hierro y enfermedades extrañas. Volcán, de tu cuerpo extrajeron el azufre para fabricar la
pólvora que era el arma más poderosa y que no se conocía en aquel tiempo en estas tierras. Ni el
pueblo Azteca que fue el pueblo más fuerte, no pudieron sobrevivir a la batalla, no
tuvo ninguna oportunidad de victoria ante esas espantosas armas de guerra. Mientras tanto los aliados traidores de su cultura, lucharon codo a codo con los españoles, aquellos hombres les prometieron libertad, tierras y riquezas, sin embargo, cuando termino la guerra, ni libertad, ni tierras les dieron, fueron engañados y hechos esclavos. Tú
fuiste testigo de la decadencia y desaparición de tu gente, que fue hecha de
maíz, por ello rugiste y escupiste fuego, todos se asustaron, yo me asuste.
Cuando
tu pueblo se desmoronó en la aniquilación y el silencio, tú te envolviste en
una capa de nubes negras para no ver más la sangre derramada de los que te
seguían venerando paganamente. Quisiste gritar, pero los ensordecedores rugidos
de los cañones y los gritos de niños, mujeres y hombres eran más fuertes y no
te escuchabas. Quizás te dio miedo y no te trasformaste en el guerrero poderoso
que fuiste en tu época, tú hubieras combatido a lado de tus guerreros
valientes, con tu Chimall (escudo) en mano y tu Huitzauhqui (Mazo de madera con
filos de obsidiana a los lados), y con tu arma predilecta el Tlahuitolli (Arco)
y Mitl (Flecha) y tus Ayoyotles (cascabeles) que imitaban el sonido de una
víbora de cascabel e intimidaba a cualquiera, pero no lo hiciste y te
envolviste en un profundo llanto ensordecedor. Ya no importa, ya ha pasó la
tormenta. Aún sigues ahí vigilando tu tierra y la poca gente que te venera y
que en tu cumpleaños te visitan y te ofrecen una exquisita ofrenda, tú los cuidas y estas agradecido.
Miras
a tu mujer amada, la majestosa Iztacihuatl, la mujer más hermosa de tu época,
cotizada por muchos bravíos guerreros, y uno de ellos tu rival de batallas el
Pico de Orizaba, tu enemigo, quien te quería arrebatar a tu mujer amada y matar
tu espíritu, pero tú luchaste y defendiste lo que era tuyo, lo que te
pertenecía. La batalla fue dura muchos de los tuyos murieron y tú con un golpe
certero de tu arco y la flecha como relámpago golpeó el cuerpo de tu enemigo,
obtuviste la victoria anhelada y el respeto de muchos, y lo más importante a tu
mujer blanca que esperó paciente tu
regreso de la guerra, sin embargo el fantasma de la trágica vida te la
arrebato. A tu regreso ella entro en un sueño eterno inducido por la tristeza
al pensar que habías perecido en la guerra. Es por ello que velas día y noche
para no perder de vista el despertar de tu amada de aquel sueño eterno que los
dioses del Mictla le impusieron. Quizás fue por eso por lo que no ayudaste a
tus pueblos sometidos por los extranjeros, si quizás fue eso, quiero creer que
fue eso. No pudiste apartarte de tu recinto sagrado donde yace tu mujer dormida, que está recostada en un fastuoso petate tapizado de flores de cempasúchil, y dalias, mientras
que su grácil cuerpo esta cubierto con
una ligera manta de seda blanca que poco a poco se va cubriendo con los
terciopelos blancos de la fría nieve. Y tu ahí incado y velando por ella,
haciendo plegaria a los dioses para que despierte tu amada iztaccihuatl, no pierdes
la fe y sostienes con la mano una
antorcha encendida, y como dicen los más viejos “Ni huracanes,
ni tormentas, ni el fuerte viento y la lluvia apagaran tu antorcha, símbolo de
tu amor infinito por tu mujer amada”
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| La leyenda de los volcanes., Warner Cortez |
No peleaste
en la guerra durante la conquista por estar con ella, esperando a que
despertara, sin embargo aún no ha despertado y dejaste a tu gente, a tu pueblo
orgullosamente hecho de maíz mezclara su sangre con otra extranjera y mucha de
ella contaminada de avaricia.
Entiendo
porque no hiciste nada, pues tu misión es estar esperando a tu mujer
blanca a que despierte y vuelvas a vivir a su lado lo que te fue arrebatado. Perdurará tu nombre y tu inmortal figura, como un centinela observando a tus nuevos
pueblos. Tu fuego y tu humo gris es señal de que aún no has muerto.
Daniel
O. R.